Capítulo 1: Con tiquete de regreso, pero sin ganas de volver

“Un viaje que cambiaría el rumbo de una vida cotidiana, estable y controlada, por una desenfocada, sin rutina y con muchas incertidumbres.”

Bogotá — Colombia


Salí de casa con la panza revuelta. Tenía los síntomas físicos de lo que mi interior intentaba gritarme: ansiedad. Dolor estomacal, náuseas, la respiración entrecortada. Pero me repetía que era normal, que era parte de la emoción por emprender un nuevo rumbo. Lo cierto es que mi cuerpo ya sabía lo que mi mente aún no se atrevía a procesar: que lo desconocido estaba por tragarme entera.

Con un tiquete de regreso que, en el fondo, esperaba no usar, subí al avión que me sacaría de Colombia. Dejaba atrás la estabilidad, la rutina, lo conocido. Me arrojaba a una experiencia que vendieron como oportunidad. A eso lo llamé salto al vacío: un trayecto de confianza ciega, de entrega total, sin garantías. Yo, que siempre controlé cada paso, salía ahora solo con intuiciones mezcladas con miedo.

Madrid - Barajas

La primera parada fue Madrid. En el aeropuerto de Barajas, una fila larga de migrantes que esperaban ser aprobados por un funcionario que permitiera el ingreso al País. Y aunque el idioma me resultaba familiar, Ya no estaba en casa.

Horas después, sin cobertura en el celular, sin sueño y con hambre, seguí a Ámsterdam. Largas, esperas, frío en los huesos, y mucho silencio, aunque mi mente no paraba, ella estaba intentando mantenerse fuerte frente a la incertidumbre. En cada escala, sentía que dejaba una parte de mí abandonada en alguna sala de tránsito.

Vuelo final a Polonia

Finalmente, llegó el vuelo hacia Polonia.

No sé si era el cansancio, la falta de comida o el hecho de haber dejado todo atrás, pero al aterrizar sentí que una parte de mí se había quedado varada en otro país. Seguían las náuseas, el dolor de oídos por la presión, el cuerpo adolorido. Pero más allá del agotamiento físico, me invadía un sentimiento raro… como si estuviera entrando en un escenario preparado para otro tipo de obra. Una en la que yo no tenía guion.

Llegada a la residencia

Un conductor alto, cabello oscuro, ojos claros —un ucraniano de catálogo— me recibió con un “Hello,  Diana”. En su sonrisa no había amenaza, pero en mi mente sí. Las puertas traseras de  una camioneta negra me recordaron películas de secuestro. Pensé: me van a desmembrar, me van a vender a la mafia rusa.

La paranoia crecía con cada minuto de trayecto. Cuando llegamos al lugar de residencia, lo supe: mi instinto no estaba del todo equivocado. El vehículo se detuvo frente a una casa grande, vieja, oscura. Entramos por un parqueadero lúgubre. La escena parecía salida de una pesadilla. Afuera, cartones húmedos y ropa mal colgada . El silencio era muy denso.

Entré temblando. Me recibió una mujer con los ojos tristes y la cara pálida. Me indicaron mi habitación. La número dos. Allí estaba otra chica, sentada en su cama, que me saludó sin entusiasmo. Me mostró mi espacio: un somier sin sábanas y una cobija desgastada, de esas que han pasado por varias personas, antes que yo.

El primer quiebre

Me tumbé en la cama. El cuerpo aún no se acostumbraba, y mi mente ya estaba agotada. No podía respirar bien. Pensé que era congestión, pero no. Era ansiedad. Era el dolor de saber que había llegado a un lugar sin palabras, sin abrazos, sin sentido.

Lloré como no lloraba desde hace años. Mi pecho dolía. Mis manos temblaban. Tuve un ataque de pánico. Me pregunté:

¿Qué hago aquí? ¿A qué vine? ¿Dónde estoy? ¿Quién soy en este lugar? ¿Me engañaron? ¿Me equivoqué?

Solo la voz de mi hermana, mi prima y mi amigo Milton me sostuvieron al otro lado del teléfono. Me dijeron: respira. Recuerda por qué estás aquí. Pero lo que veía no era esperanza. Era hacinamiento. Era silencio. Era una promesa rota disfrazada de oportunidad.

Esa noche me dormí llorando.

Esa noche entendí que no hay tiquete de regreso que me devolviera intacta.


 

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