“Me vendieron urgencia, pero la realidad era pausa. Esperar fue la primera prueba de fuego.”
Entre papeles que no llegan y promesas que no se
cumplen
Esperar se volvió rutina. Esperar un turno. Un
contrato. Una llamada. Una decisión que no dependía de mí. El cuerpo empieza a
rendirse cuando el alma se agota. Y el alma se agota cuando todo lo que te
prometieron es silencio.
Vi cómo otras compañeras pasaban los días peinadas y listas, como si eso atrajera mágicamente al empleador ausente. Otras lloraban en la cocina. Otras simplemente se resignaban. Yo fluctuaba entre todas esas versiones de mí misma.
Entre el deber y el engaño
Cada día era una lista de cosas que no podía
controlar: no podía hablar con claridad, no podía acceder a los productos del
mercado sin hacer muecas, no podía planear el día siguiente. Me pregunté muchas
veces si esperar era realmente una opción… o un castigo.
El teatro del aguante
Empecé a sospechar que el sistema necesitaba que
esperáramos. Que esas demoras eran funcionales. Que tenernos ahí, quietas,
asustadas, dependientes, era parte del negocio. Que si una se va, ya vendrán
otras. Que todo es reemplazable. Que nuestra necesidad es rentable.
¿Y qué pasa con nuestra vida emocional? ¿Qué pasa con
lo que sentimos mientras esperamos? ¿Quién paga por el estrés, la ansiedad, la
pérdida de identidad?
Cierre del capítulo
Aprendí que a veces la espera no es pasividad. Es
también resistencia. Es observar. Es documentar. Es planear la huida o la
transformación. Yo esperé. Pero también escribí. También respiré profundo.
También abracé mis dudas.
Y entendí que si no ocupamos nuestro tiempo con
dignidad, alguien más lo ocupará con abuso.
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