“El amor y el deseo no entienden de idiomas, pero sí revelan todo lo que no hemos sanado.”
Abrí
Tinder por aburrimiento. O por curiosidad. O por necesidad de sentir que algo
me conectaba a lo humano. En medio de tanta espera, angustia y silencio,
necesitaba una chispa. Una notificación. Una validación.
Hice
match con varios. Polacos, ucranianos, latinos… pero uno en especial me llamó
la atención: Un chico Alto, serio, ojos expresivos. Hablaba polaco e inglés.
Yo, apenas con mi español. Pero la química fue inmediata. Las conversaciones
torpes con traductor nos hacían reír. Y de pronto, me sentí viva.
Conectar
sin idioma, desconectar de mí
Nos
vimos. Caminamos. Compartimos comida y sexo. Fue hermoso y abrumador. Él era
tierno, presente, libre. No necesitaba de nadie. Y eso me sedujo… pero también
me asustó.
Me
di cuenta de que gran parte de mi necesidad afectiva no tenía que ver con él,
sino conmigo. Con mi niña interior buscando un hogar. Un refugio. Un “quédate”.
Y él no venía a salvarme. Venía a vivir. Y yo no sabía cómo encajar ahí.
Romantizar
para no mirar
Me vi
construyendo una historia de película: El polaco guapo que me rescata del
exilio emocional. Y eso no existe. Al menos no como lo soñé. Entendí que mi
ansiedad no era por él. Era por mí. Por no saber poner límites. Por esperar que
otro llene el hueco que aún no logro abrazar sola.
Cierre
del capítulo
Él no
fue el problema. Fue el espejo. Fue la alerta. Fue la pregunta: ¿Qué espero
de un vínculo? ¿compañía, pasión, ternura, o todo a la vez?
Y
entendí que mientras no me lo dé yo, seguiré buscándolo en cuerpos vacíos. El
deseo puede ser un camino. Pero no uno, en verdad.
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